Por: Luis David Ledesma Cuellar

Pedirle la renuncia a M. L. Ramirez solo por lo que ha ocurrido hace 23 años con su hermano —visto de manera aislada— es totalmente desproporcionado. Así lo están vendiendo quienes la defienden y así lo está comprando el país. Con algo de Derecho, con algo de ingenua alcahuetería, con un poco de «deje así» y con mucho de «conozco a alguien al que también le pasó», con un poco de todo eso, terminan, a su modo, dándole y sobre todo, dándose a sí mismos la razón.

Tal nivel de insospechada empatía confirma que desde hace décadas el narcotráfico en todos los niveles tiene secuestrada la moral de este país. Tanto y de tan profunda manera que el mal de unos cuantos se antoja similar al de todos.

Y qué error tan bárbaro. De esa manera un puñado de personas que mueven los hilos del país, se presentan impolutos a cargos y elecciones, aunque la probabilidad diga que estando tan cerca de las «manzanas podridas» debieron al menos haber sentido el hedor y, del mismo modo, saltan las alarmas con lo poco probable que es sufrir una tras otra las «tragedias» de amigos, familiares, subordinados, amantes y «buenos muchachos» sin que les salpique nada en medio de tremendo aguacero.

Vistos en conjunto, con la perspectiva que da la distancia, cada uno de esos «casos aislados» representa un eslabón de la estructura de corrupción que tiene sumergido a este país. Mal haríamos entonces en valernos de una miopía selectiva para ignorar el poder, los cargos, los amigos, la presencia e incidencia «casual» de tantos personajes de la política nacional en hechos lamentables de nuestra historia, con la voz o las voces que se enorgullecen en obedecer y admirar.

Y entendiendo eso y sabiendo las abismales diferencias entre lo que «le puede pasar a cualquiera» y lo que «solo le pasa a ellos», cualquiera puede decir que la vicepresidenta no tiene por qué renunciar, pero a ninguno le quedarán dudas de que nunca debió llegar hasta ahí.

Ni ella, ni su jefe.