Por: Luis David Ledesma Cuellar

Cuando empecé a escribir la columna de esta semana, reportaron a menos de 10 minutos de mi casa, el hallazgo de un cadáver. No hay muchos datos sobre él, simplemente han arrojado el cuerpo dentro de un costal y alguien del sector lo encontró en una zona boscosa del casco urbano de El Bordo. Es así de simple y así de aterrador.

Una población de 15 mil habitantes es, sin dudas, un escenario pequeño, pero tan potente es el contraste entre sus realidades que lo que en otras circunstancias solo se puede mirar a lo lejos entrecerrando los ojos, aquí se puede mirar, de repente, con total claridad: quiero decir, que cuando me enteré del hallazgo, estaba en un escritorio organizando las ideas de un texto totalmente distinto, pensando en un tema que ahora me parece secundario, mientras a unas cuantas calles, en un lugar que bien podría ser un espacio de mi barrio, aparecía el cadáver de una persona atada de manos, dejado ahí, quizá, unas cuantas horas antes. Y, como si de una revelación se tratara, la proximidad de los hechos me hizo sentir frente a un espejo, ¿una madre lo llora?, ¿un hijo lo extrañará toda la vida? ¿en quién pensaba cuando cerró sus ojos? Y pienso ¿cómo se puede ignorar tremenda bofetada? ¿qué excusa se puede dar alguien para pasar por alto algo así?

Eso, exactamente eso, es lo que ha hecho el país durante décadas: ignorar las bofetadas, una tras otra, pensando siempre en que se está lo suficientemente alejado, creyendo que siempre es posible seguir como si nada hubiese pasado. Y yo pienso, por un instante, en la barbarie y la indiferencia, y que lo que está pasando debería retumbar en nuestros oídos.

Dos muertes violentas en Timbiquí; un niño de 12 años desaparecido y encontrado muerto con dos impactos de bala en Puerto Tejada; un padre y su hija asesinados en Suarez; tres hombres asesinados en Buenos Aires; una familia completa acribillada en Mercaderes; una candidata junto a su madre, salvajemente asesinadas junto a varias personas y luego incinerados; más de 100 indígenas asesinados en menos de 15 meses; 30 líderes de territorios y comunidades asesinados desde abril, 3200 asesinatos en los últimos cuatro años y 237 eran líderes que con las uñas intentaban juntar los pedazos de este territorio resquebrajado.

Esta vez no pude poner la vista en otro lado, pues los laberintos de la memoria tan finamente dispuestos, me lo impidieron. Tan solo intentar huir del escozor de esa violencia, hizo que se me atravesara la imagen del primer muerto que vi cuando era niño, de casualidad, entre un bosque de gente: un cuerpo colgado de la rama de un árbol, probablemente desnudo, con toda la piel quemada, dejado ahí no para su muerte sino para que su imagen quedara en la memoria de todos. Y entiendo que cuanto más pienso en lo trágico de los hechos, se acrecienta la inquietud, y no tanto por las formas de la muerte, tan insospechadas y abrumadoras, sino por la imagen del asesino que se escabulle impunemente en mi imaginación, tanto ahora como cuando era niño, en el árbol que todavía miro al pasar por esa calle, y en los cientos de lugares de este Cauca olvidado y dejado a su suerte.