Por Luis David Ledesma Cuellar

Masacre tras masacre los ríos de sangre se llevan por delante hasta a la muy mediática Covid-19, que en los últimos cinco meses se había adueñado de los titulares como si durante todo ese tiempo lo demás hubiese tenido una trascendencia tan diminuta como el tamaño del virus.

Ahora, con el mayor desempleo en décadas, empresarios quebrados y muchos, pero muchos tapabocas, la “nueva normalidad” aparece como una versión postapocalíptica de los años noventa o, aún más aterrador, como una prolongación de una historia que no cambia, ni mucho menos nos va a cambiar. Así pues, los últimos diez días han sido una explosión de imágenes crudas que van apareciendo silenciosamente mientras deslizamos la pantalla de un celular, entre el escándalo de algún actor famoso y un meme que pasará de moda, como si todo esto se tratase de alguna novela del siglo pasado profetizando nuestra decadencia. Ahí van la juventud, los campesinos, los indígenas, todos ellos fragmentos inmensos de este país que llevamos en la sangre, tan nuestros como cada paso que hemos dado, y que parecen existir solo en las estadísticas fatales y en aquellas imágenes de la violencia que quedan atrás en las noticias, atrás en la memoria.

Lo que hemos visto son síntomas que se atenúan o acentúan con los años, pero que nunca han desaparecido, y son los síntomas de un país mutilado, mutilado por la desidia de la corrupción y la violencia, ambos factores tan complejos que muchos solo se atreven a vender soluciones milagrosas pintadas de rosa, de promesas, o de sangre para engalanar a sus respectivos “salvadores”. Pintan de rosa cuando desde el privilegio le hablan de esperanza a ese país que nunca han entendido y que explican con frasecitas prefabricadas con las que parecen corderos risueños en la boca del lobo; pintan de promesas cuando son incapaces de reconocer sus limitaciones y no desarman sus egos; y pintan de sangre cuando “construyen país” sobre los muertos y quieren borrar la verdad con referendos.     

Ahí, como un susurro inevitable, se escuchan ya los discursos electorales del 2022, ese será el país que enfrentará quién llegue a la presidencia, y con frustración vemos cómo mientras eso ocurre se hunden los proyectos de cambio. No los proyectos de los líderes políticos, sino el proyecto ciudadano de un país donde quepamos todos, que se frustra por el miedo y la desilusión. Y ese proyecto se hunde también porque la ciudadanía en el afán de cambiarlo todo considera como caras de la misa moneda a los líderes políticos opuestos, y con eso no cuestiono la decisión de apoyar o no a un líder determinado, pero sí me inquieta la notoria incapacidad de descartarlos por motivos fundados, pues no deja de parecerme de un reduccionismo mórbido que cuando a un líder político lo investigan o lo sancionan, sale al paso una turba de inconformes absolutos a equiparar arbitrariamente a ese líder con el líder opositor, porque para ese ciudadano en su incapacidad de discernimiento simplemente es más fácil descartarlos a ambos que descartar a cada cual por lo que le corresponde y en el momento en que le corresponde.

Y sí, hablo de Petro y de Uribe, y no, no son lo mismo, aunque al final usted no vote por ninguno de los dos. Y pongo sobre la mesa esta discusión es porque en ese sencillo acto de madurez ciudadana de descartar a cada cual por lo que le corresponde permite desradicalizar las trincheras desde las cuales ambos sectores se han apropiado del panorama político, para por fin abrirle paso así a nuevos liderazgos, o a alianzas políticas con salvedades conscientes y no permitir tampoco que sectores tan inocuos, tan endebles, incapaces de sentar una posición contundente sobre los profundos problemas del país terminen haciendo que todo siga igual en uno de los momentos más importantes de nuestra historia reciente, pues, vale decir, el país que tenemos hoy ante nuestros ojos es tan complejo que no lo arregla ni de chiste alguien que repitiendo hasta el punto del hastío que “el que paga para llegar, llega para robar” a su vez sea incapaz de dar un nombre cuando habla de corrupción.