Por: Sebastián Silva-Iragorri
Hay una frase que siempre hemos escuchado: “La violencia trae más violencia” y puede parecer trillada y repetida, pero es real y verdadera. Pasado el aislamiento preventivo obligatorio, ocurre un hecho condenable con la muerte de Javier Ordóñez y se desata una violencia incontrolable que va dejando 10 muertes en Bogotá, 3 en Soacha, 7 en el resto del País, 180 Policías heridos y 109 particulares, 56 instalaciones destruidas entre los CAI y estaciones, más 77 vehículos dañados e incendiados entre articulados, buses, motos, más cajeros, algunos bancos y supermercados. Condenamos la muerte de Javier Ordóñez y esperamos una investigación rigurosa y si los Policías son culpables deben pagar las sanciones penales respectivas, incluso ya la Policía pidió perdón por excesos en ese operativo. Por eso nada justifica la violencia como respuesta.
En las crisis se conoce la talla y las fallas de los dirigentes, por ejemplo, la alcaldesa de Bogotá atacó a la Policía desde un principio y cuando estalló la violencia siguió condenando más a esa Institución que a los vándalos. Gustavo Petro desde las redes sociales registra el desorden paso a paso y lo justifica en sus palabras. Están también los indiferentes a quienes poco les importa el vandalismo y la destrucción. Todas estas conductas son reprobables. Nadie niega que la Policía debe seguir en el programa de mejora continua y necesita ajustes especiales en sus estructuras orgánicas y normativas, pero lo que no podemos aceptar es que se busque destruir nuestras instituciones y se encomiende a los violentos a realizar las reformas. Es bien sabido que la izquierda extrema al conseguir el poder no solo impone reformas, que le faciliten la oportunidad de mandatos continuos, sino que monta una Policía, esa sí secreta, cuyo objetivo es defender, a cualquier precio, a su gobernante de turno, allí están los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Lo que pienso es que toda esta violencia no es algo improvisado, hay una estrategia, un libreto, una coordinación de fuerzas, una dirección con redes de comunicación, que solo esperan un florero de Llorente, para salir a expresar sus odios y resentimientos. Ya se han detectado manuales e instructivos y 14 grupos o células violentas en Bogotá, con un odio que no surge de la noche a la mañana, es un odio inculcado, un adoctrinamiento, un alistamiento mental de años cuyo resultado es la agresión compulsiva y la rabia contra todo lo que les parezca legalidad, institucionalidad y orden. Los colombianos debemos rodear la autoridad, condenar el vandalismo, la destrucción y la cultura de la muerte. El repudio empieza por la propia familia de Javier Ordóñez que ha declarado enfáticamente que no está de acuerdo con esta respuesta violenta por lo acontecido a su familiar.
Deben tener resultados las investigaciones, condenando a los culpables, a los Policías que resulten involucrados y a los vándalos que todo lo destruyeron, pero también a los incitadores de la violencia. La impunidad es una agresión diaria al interés colectivo por la seguridad y la paz real. Adjudicar todo a las condiciones de pobreza es una idea facilista e irresponsable. La violencia la están imponiendo como estrategia, para obtener en el desorden y la anarquía la posibilidad del poder. Gravísima estrategia, la de buscar el poder con la violencia, como ya durante 50 años lo intentaron las guerrillas. Nadie está legitimado para matar o destruir para imponer sus ideas o como lo dijo Carlos Gaviria para vivir mejor. Lo que necesitamos es justicia, ley, seguridad y reconciliación sincera, sin la perversa estrategia de la violencia, el engaño y la traición.