Por: Carlos E. Cañar Sarria
carlosecanar@hotmail.com
Una de las instituciones más desprestigiadas en nuestro país es el Congreso de la República. Caracterizado por la insensibilidad social, atento y dispuesto casi siempre a la defensa de prebendas y a prácticas clientelistas y politiqueras. Divorciado y distante del interés común. Comprometido con una serie de vicios, delitos y acomodado a la corrupción. Ajeno a los problemas sustanciales. Enajenado e indiferente ante la situación socioeconómica del país. Le importa un comino la pauperización de nuestra sociedad. No le interesa el desempleo, la falta de oportunidades, la educación privatizada, la salud desatendida, la vivienda escasa, los desplazados por la pobreza y por la violencia. Ajeno la situación de marginamiento económico de los 32 departamentos y los 1.099 municipios y al problema social que deriva. Nada de esto es prioridad del Congreso.
Teóricamente, los congresistas representan al pueblo y el actuar de Legislativo debe estar basado en la justicia y en el bien común. Al menos así lo estipula la Constitución. Los senadores y representantes elegidos mediante el voto popular “son responsables políticamente ante la sociedad y frente a los electores del cumplimiento de las obligaciones propias de su investidura”. Pero no. Con algunas excepciones, ya sabemos que los congresistas no son lo que debieran ser. De ahí su pérdida consuetudinaria de legitimidad.
Un Congreso es legítimo si logra conseguir consenso, es decir en la medida en que sus electores y el pueblo en general estén satisfechos con el Congreso que tienen. Cuando existe inconformidad generalizada hay crisis de legitimidad.
Por lo visto, abundan congresistas que no tienen nada importante de qué ocuparse, por eso matan el tiempo en discusiones bizantinas y en legislar pendejadas, como si para eso hubieran sido elegidos, ineptos cuando se trata de legislar para el bien público, nadan y navegan en el mar de lo superfluo y por ello el Congreso está como está.
Refirámonos a dos episodios de reciente discusión de la actualidad: la propuesta de ampliar el actual mandato de alcaldes y gobernadores y el proyecto referente a la prohibición del uso de celulares en escuelas, colegios e instituciones educativas.
La proposición de ampliar el actual mandato de alcaldes y gobernadores hasta el 2022 para unificar los periodos con el presidencial, que significaría que el próximo año no habría elecciones, ha producido escozor en la opinión pública. La verdad es que esta iniciativa no es más que un despropósito, que pone en contradicción el orden constitucional y una democracia como la nuestra en proceso de construcción. Acaba de ser aprobada en primer debate-faltan siete- por la Comisión Primera de la Cámara de Representantes y en caso hipotético que logre pasar los debates faltantes, vendrá el pronunciamiento de la Corte Constitucional que de seguro la declarará inexequible, es decir, violatoria del orden constitucional. El constituyente primario eligió a unos mandatarios por el periodo constitucional y el Congreso en este sentido no puede suplantar al pueblo. Esta iniciativa procede de un equipo de representantes de Cambio Radical, la U, Partido Conservador y del Centro Democrático, que según sus críticos no tiene otro interés que la ambición politiquera y clientelista de atornillar al poder a los actuales mandatarios en defensa de intereses personales o sectoriales.
De otro lado, nos referimos al proyecto de ley sobre el no uso de teléfonos celulares en las instituciones educativas durante la jornada laboral; proyecto también insustancial pues la mayoría de las instituciones educativas ya incluyen en sus reglamentos medidas o condiciones del uso de estos aparatos considerados de gran trascendencia en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Los teléfonos inteligentes son en la práctica minicomputadores portátiles, tan útiles en los procesos de universalización y optimización del conocimiento en plena era digital. Una cosa es reglamentar el uso de celulares y otra cosa es prohibirlo.
Por eso no creemos que tenga mucho eco este proyecto del representante a la Cámara por el Partido Liberal- que de liberal no tiene nada-, Rodrigo Rojas Lara, una restricción de ingreso y uso de celulares tanto a estudiantes como a profesores de preescolar, básica primaria y básica secundaria. El documento es supremamente ambiguo e intrascendente, elaborado y tramitado por unos desocupados que no encontraron qué hacer.
A los profesores en su libertad de cátedra no se les puede prohibir el uso de los instrumentos tecnológicos que consideren pertinentes. Las instituciones educativas deben tener la autonomía para definir en qué casos se hace o no necesaria la utilización de los dispositivos móviles. En una época como la actual donde el uso de la tecnología es imprescindible en los procesos de enseñanza-aprendizaje, resulta contradictoria esta iniciativa en un país que desde 2009 implementó un nuevo ministerio, el de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, TIC, que tiene como objetivo central, diseñar planes y políticas para que la tecnología llegue a toda Colombia.