Por: Juan Carlos López Castrillón – juancarloslopezcastrillon@hotmail.com

Uno de los temas más complicados para los humanos es la convivencia, esa acción de coexistir y compartir con otros seres un espacio determinado. Eso no es fácil, la historia está repleta con ejemplos de conflictos. Se han necesitado siglos para reglamentar cada vez más en detalle este tema y evitar esas confrontaciones o resolverlas.

Por eso, y dado que la gran mayoría de los habitantes de un municipio viven en las áreas urbanas, el concepto de ciudad amigable terminó siendo un sinónimo de convivencia, de modernidad, lo cual básicamente involucra los elementos de respeto y armonía con el entorno, incluyendo los vecinos, y eso es lo que finalmente termina definiendo si una ciudad es vivible o no.

Si usted hace un ejercicio mental sobre los sitios que habitualmente recorre durante una semana corriente, terminará dándose cuenta que estos son muy puntuales y recurrentes. Transitamos casi siempre las mismas vías, tomamos el transporte habitual, permanecemos horas en un lugar de estudio o de trabajo, vamos al centro comercial de costumbre, visitamos el parque que nos gusta, un restaurante, casi que procuramos sentarnos en la misma banca. Somos animales de costumbres.

Pero el común denominador de esa cotidianidad en la que coincidimos todos es el espacio público. Es el lugar de encuentro obligado, de convivencia.

Las ciudades empiezan al traspasar la puerta del lugar donde vivimos, y es en ese instante donde recibimos el primer baldado de agresión si lo que nos encontramos es un andén deteriorado, una calle sin pavimentar y un montón de basura en la esquina, entre otros ejemplos.

Pero ese primer paso podría ser distinto, más amable, más amigable, tan sólo con que ese andén, esa calle y esa basura estuvieran en condiciones y en su sitio.

Después, uno quisiera caminar sintiéndose seguro, respirar aire limpio, que el tráfico fluya, encontrar accesos para los adultos mayores, tomaderos de agua para los perros, juegos para niños, un paradero de buses con sombrío, que el paso de la cebra se utilice, que las ventas tengan su ubicación sin invadir los andenes.

En resumen, el espacio público termina siendo el punto de referencia más objetivo para determinar la viabilidad de una ciudad y por ende si es o no amigable con sus habitantes.

Ahora, para avanzar en cualquiera de esos propósitos se requiere presupuesto y que este sea bien administrado. Ahí es donde “Cristo empieza a padecer”. El tema de los recursos económicos siempre será un tema vinculado a gestión, especialmente en lo público.

En el caso concreto de Popayán, existe una ventana, una gran oportunidad para avanzar en construir una ciudad más amigable, más sostenible, más moderna y más incluyente.

Me refiero de nuevo – escribo y hablo mucho de eso – al proyecto BID 2037, que posibilita recursos para estos propósitos, siempre y cuando se cumpla con unos requisitos de sostenibilidad en los programas que se presenten.

Creo que desde el terremoto de 1983 y la posterior etapa de reconstrucción, no ha existido una opción tan importante de recursos para esta ciudad. Pero jalonarlos implica una gran tarea. Ese es el reto de toda la clase dirigente y las organizaciones sociales durante los próximos años e implica pasar la página de todas las rencillas políticas locales para concentrarse en lo fundamental.

A los ciudadanos les debe importar es que su espacio público sea más amigable, más sostenible. Si el que lo logra es rojo, amarillo, verde, anaranjado  o azul, pues no importa. Lo importante es que las cosas pasen.

Posdata: el escudo de Popayán tiene pintados dos ríos en azul, el Ejido y el Molino, entre los cuales se erige la ciudad. Cada día se asemejan más a una alcantarilla. Su recuperación debe ser una causa común y ello hace parte del concepto de ciudades amigables.