Por: Sebastián Silva Iragorri
Hoy no quiero escribir sobre cifras ni ocuparme de curvas financieras ni porcentajes de rentabilidad, hoy no quiero dirigir la mirada a estadísticas, a números, a cuentas, no, hoy quiero encontrarme con lo humano, con lo espiritual, con aquella dimensión divina que se aloja en el fondo del espíritu y desde allí conmover y motivar la compañía, la solidaridad y la respuesta generosa. Más que para reinventarnos, esta crisis debe servir para humanizarnos y para dejar atrás la incertidumbre, el miedo, el egoísmo y el rencor.
Cuántos hay allá afuera sin empleo, sin ingresos, con hambre y sin rumbo? Cuántos buscan amor, apoyo, ilusiones, en un mar de confusión? Volquemos nuestras miradas hacia ese universo de carencias y dificultades, pero sin estridencias, sin publicidad, como debe ser la caridad.
Este tiempo de aislamiento es el preciso para pensar, para reflexionar, para profundizar en el misterio de nuestra existencia y su valor. Si lo hacemos saldremos favorecidos en crecimiento espiritual, en decisión de obrar, en capacidad y sabiduría, en la realización de nuestros sueños, y lo más importante, en el encuentro de nuestro verdadero yo que adormilado y escondido se anida en lo más profundo de nuestra alma adherida a la Divinidad. Así entenderemos que somos finitos materialmente pero infinitos espiritualmente y entonces con ese conocimiento se reforzarán nuestros deseos de vivir a plenitud.
Qué grande es valorar ahora en el confinamiento lo hermosa que es la libertad, la amistad, el amor. Cómo me suena de bella la música, los libros parecen tener nuevas enseñanzas, el amor familiar se refuerza, se fortifica, se nutre con este diálogo diario, continuo y abundante.
Una nueva era se abre ante la humanidad. Es la era de los principios, de la esperanza, de la alegría de vivir, de compartir, de amar de verdad, pero sobre todo de apreciar. Sí, ahora apreciamos la libertad, el abrazo, el beso, el verso, el diálogo constructivo, la unión, la amistad, la familia y la oración. Pero también es hora de reconocer, sí, de reconocer el trabajo de quienes diariamente han estado al cuidado de la salud de los demás, y de tantos seres humanos que con su labor diaria permiten que sigamos adheridos al hilo sagrado de la vida.
Alguien decía que mirar el atardecer y luego el amanecer con los ojos limpios y claros, sin dobleces, con ternura y compasión, produce un profundo placer espiritual. Qué hermosas brillan las estrellas, qué profundidad del universo, qué grandeza y luz hay en el cielo, y como alguien ya lo dijo, es hora de «pensar lo impensable» lo que nunca habíamos intuido, lo que nunca habíamos visto, lo que nunca habíamos imaginado.
Hay que volver también a la naturaleza, a su espacio vital, al canto de los pájaros, al ruido del viento y las ramas de los árboles, asombrarnos ante el color maravilloso de las flores y ante la abundancia de los frutos y escuchar el ruido del mar y el rumor de sus olas. Cuando llegue el llanto en los días de soledad hay que caminar bajo la lluvia para esconder las lágrimas, como se dijo en frase emblemática, para luego acariciar la alegría, la abundancia y la luz, y salir a recuperar los abrazos, a mirar a los ojos con la ilusión de estar vivos, a caminar sin rumbo asombrándonos a cada instante del milagro de la creación. También con acento sincero volveremos a recitar emocionados con el poeta «En la ola, en la brisa, en el sonido, en el pan, en las risas, en mi canto….Espérame. El amor nunca ha dormido».