No voy a pedirles que lean 297 páginas de un documento para votar por un Sí o un No, mucho menos cuando nunca han leído los programas por los que votan en las elecciones locales y que de a poco instituyeron una cultura electoral del «me cae bien» y el «se ve buena gente».
No, no soy iluso. No les voy a reclamar interés en algo que nunca les ha llamado la atención, porque tampoco les puedo asegurar que una milagrosa, voluntaria y juiciosa lectura de los acuerdos vaya a darles los suficientes elementos de juicio para tomar una decisión.
Pero para eso tampoco les voy a pedir que lean la historia del país, porque no leerán nada para tomar una decisión sino para buscar los elementos que justifiquen la decisión que tomaron desde el prejuicio y la manipulación. Y, estoy seguro, de que los encontrarán.
Tampoco voy a decirles que este asunto es sencillo, pues no lo es, pero hay una campaña claramente definida y de ahí parte tanta exacerbación: del odio contra la esperanza, de los apocalípticos contra los que quieren un cambio, de los que quieren venganza contra los que quieren pasar la página.
Y, con eso, entendí que iba a ser muy difícil que alguien que creció pensado en que ser buena gente es para bobos, que la justicia es la venganza y que el odio es un aliciente (mientras, en su maraña de contradicciones, habla de cristo, ángeles y arcángeles) fuese capaz de creer en un acuerdo de paz.
Pero ese no fue mi caso, en su momento me tomé el trabajo de leer cada acuerdo parcial, y de inmediato imaginé cuán difícil fue para los negociadores ponerse de acuerdo en temas complejos como el agro y las tierras, y sentí profunda admiración cuando continuaron los diálogos pese a las dificultades. Todo para que, poco a poco, se hiciera evidente para mí que el proceso era irreversible.
He leído mucho del país, escuchado a tantos hablando de él, del conflicto y la injusticia, que estoy convencido de que lo que hicieron en La Habana podrá no ser perfecto pero es lo mejor para ese país qué leí, escuché y viví. Y me desconsuela que sacrifiquemos una oportunidad como ésta por estar presos del odio.
¿Qué le queda al que se venga? ¿Qué le queda al que odia?
Ojalá pudiéramos en 297 páginas cambiar el país, pero sólo alcanzan para cerrar este capítulo y seguir adelante. El resto siempre ha dependido de nosotros.